En el mundo del seguro, aprendí pronto que todo riesgo necesita cobertura. Pero nunca imaginé que la mayor póliza que suscribiría no estaría firmada por una compañía aseguradora, sino por la vida misma.

Corrían los años 80 cuando levanté la persiana por primera vez. Aún recuerdo el olor a madera recién barnizada de aquel pequeño local y la ilusión desbordante con la que colocábamos mi mujer y yo los primeros objetos en nuestros escritorios y en las estanterías. En nuestra oficina apenas había dos mesas, una máquina Olivetti y un teléfono fijo. 

Después de todo el esfuerzo por fin habíamos abierto la Correduría de seguros con la que tanto habíamos soñado. Atrás quedaban las horas de estudio para poder ejercer como corredores, los papeleos para darnos de alta ante la DGSFP, el desembolso económico inicial (seguro de RCP, Garantía financiera, pago de las tasas, etc). Éramos jóvenes, y la empresa también lo era: teníamos hambre de futuro y muchas ilusiones.

Los primeros años fueron los más duros, Teníamos muchas ganas de trabajar y poco trabajo. Eran tiempos sin CRM ni comparadores automáticos. Hacíamos las pólizas “a boli”, y para que nos firmaran un seguro de hogar teníamos que tomarnos un café con el cliente…. O dos. Empleamos nuestros pocos recursos económicos en formarnos y dedicamos gran parte de nuestro tiempo en ir de puerta en puerta, de amigo en amigo, de familiar en familiar, ofreciendo nuestros servicios. Poco a poco la lista de clientes fue creciendo; en el barrio, la comunidad nos descubría, confiaba en nosotros, y nosotros respondíamos con trabajo y cercanía.

A los pocos años tuvimos que contratar a nuestro primer trabajador, Paco. Era un chico joven, con las mismas ganas de trabajar que nosotros. Nuevamente, más papeleos: tuve que darme de alta como empresario en la Seguridad Social y afiliarme a una mutua colaboradora con la Seguridad Social, para cubrir contingencias profesionales. Como Paco carecía de experiencia, el asesor laboral que contratamos nos recomendó que le clasificáramos en el Grupo VI, que era un Grupo Profesional dirigido a personal de nueva contratación, sin experiencia previa en el sector. El salario asignado a este grupo era el más bajo de la tabla salarial, pero al ser un grupo que estaba orientado a formar a los trabajadores, sólo podían permanecer en el mismo durante dos años, debiendo reclasificarse posteriormente.

Los años siguientes fueron un torrente de crecimiento. Llegaron más clientes, ampliamos el negocio y comenzamos a contratar a más personal. La plantilla crecía al ritmo del corazón de la empresa. Cada diciembre, cuando las cuentas cuadraban, celebrábamos la buena marcha con un pequeño bonus navideño y una cena que, aunque modesta, era suficiente para brindar por la buena marcha de la empresa y por nuestras vidas. Además del bonus, cada mes de septiembre, si el crecimiento de la empresa lo permitía, abonábamos a toda la plantilla el pequeño incremento salarial que cada año establecía el convenio colectivo, haciendo a nuestro personal partícipes de la buena marcha del negocio.

Pero como sucede con las personas, también las empresas enferman y envejecen. Nuestra empresa enfermó gravemente entre los años 2008-2010. Una importante crisis económica sacudía al país. Muchos de nuestros clientes se vieron obligados a cerrar sus negocios. Nuestro volumen de clientes ya no sólo no crecía tanto como en años anteriores, sino que vimos con impotencia cómo cada mes se iba reduciendo, a la par que lo hacían nuestros beneficios. Poco a poco las deudas se fueron amontonando y nuestra capacidad de pago se fue reduciendo. A pesar de los contratiempos, nuestra ilusión no mermaba y teníamos la esperanza de mantener nuestro negocio y a la totalidad de la plantilla. Por eso, al principio acordamos con los trabajadores un descuelgue de las condiciones económicas reguladas en el Convenio Colectivo de la Mediación, que notificamos debidamente a la Comisión Paritaria del Convenio. Pero no fue suficiente, las deudas seguían amontonándose y llegó un momento en que no podíamos pagar las cotizaciones de nuestros trabajadores. Por ello, muy a pesar nuestro, nos vimos abocados a amortizar algunos puestos de trabajo.

Por fortuna, las drásticas decisiones tomadas y el esfuerzo invertido, dieron sus frutos. Poco a poco volvieron nuevos clientes y el volumen de trabajo y facturación se fue multiplicando. Otra vez el teléfono sonaba, los mails se amontonaban en las bandejas de entrada y recobrábamos el ritmo frenético de años anteriores. Nos habíamos curado.

Durante todos estos años hemos sido testigos y parte de la vida de nuestros trabajadores. Han crecido con nosotros y también lo han hecho sus familias: Recuerdo con gran ilusión la boda de Paco y la cantidad de recuerdos que trajo de su viaje de novios. Exprimió sus 15 días de permiso matrimonial en una paradisiaca isla del Altántico; Lola, una administrativa meticulosa, tuvo dos hijos, Mario y Carla. Durante su baja de maternidad, de 16 semanas, todos tuvimos que hacer un pequeño esfuerzo para cubrir su trabajo, pero nadie se quejó, porque al final todos nos sentimos como una pequeña familia. Por ello, cuando Carmen, una de nuestras mejores comerciales, nos comentó que su anciano padre necesitaba atención por la tarde, nadie puso impedimento en la reorganización del trabajo que tuvimos que acometer para que ella pudiera reducir su jornada para cuidarle. 

El tiempo ha seguido pasando. Mi mujer y yo ya estamos mayores y hace años que no tenemos las mismas ganas ni la ilusión que teníamos en los primeros años. Los años nos pesan y los tiempos cambian. Ahora hay plataformas y carpetas informáticas en lugar de archivadores. Los documentos se guardan en una nube y las comunicaciones con los clientes cada vez son más frecuentes a través de mails o incluso chatbots, en detrimento del teléfono o el “cara a cara”. Mi mujer y yo ya no somos capaces de actualizarnos a los nuevos tiempos y tampoco nos quedan ya ganas. 

Alguno de los trabajadores que comenzaron con nosotros siguen aquí. Sus rostros, como los nuestros, se han llenado de experiencia, y nuestras conversaciones han pasado del entusiasmo por nuevos retos a la calma del “¿cómo está tu nieto?”. Otros se han ido o se han jubilado. Paco, por ejemplo, se jubiló el pasado mes de enero, que cumplía la edad ordinaria de jubilación. Por ello, tal y como prevé el convenio colectivo, le entregamos un premio de jubilación, por todos los años que nos ha prestado; Amparo, la responsable de siniestros, anunció la semana pasada que quiere acogerse a la jubilación activa porque quiere seguir trabajando pero necesita también cuidar a su nieta. Ahora estamos valorando con ella si prefiere esta opción o la jubilación parcial con contrato de relevo, asegurando así una entrada progresiva para una persona joven.

Pero ya hace tiempo que no se producen nuevas contrataciones. En los últimos años, no ha habido bonus. No por falta de voluntad, sino por prudencia. La empresa, como nosotros, se ha hecho mayor. Se ha vuelto más conservadora. A veces silenciosa. Se podría decir que entramos en una especie de otoño empresarial.

Mi mujer hace dos años decidió jubilarse y yo dentro de un par de semanas voy a colgar mi chaqueta por última vez como director. No ha sido fácil tomar esta decisión, pero esta vez me tocaba promover un importante seguro: la continuidad de nuestro proyecto; No sin nostalgia, pero con la certeza de que el relevo está en buenas manos. Mi hijo, que ha crecido entre pólizas y facturas y se ha formado en seguros, ha asumido el timón con energía renovada. No viene a destruir lo que hicimos, sino a transformarlo: ya habla de digitalización, de implantar un sistema de gestión integral, de nuevos canales de venta, de sostenibilidad. Yo hablo de siembra; él habla de cosecha.

La plantilla, que el pasado martes me organizó una fiesta de despedida entre abrazos y bromas sobre mi bastón imaginario, ha recibido al nuevo director con alegría y esperanza. Algunos compañeros, temerosos al principio por los cambios, han visto que no se trata de recortes ni rupturas, sino de evolución. El plan es mantener la estructura, mejorar condiciones, e introducir novedosos cambios en los procesos de trabajo.

Lo cierto es que muchas pequeñas corredurías están viviendo esta transición. El sector está lleno de empresas donde el fundador se jubila y el relevo viene con un portátil bajo el brazo. Desde fuera puede parecer solo una transición empresarial. Pero para nosotros, desde dentro, es una historia de humanidad y trabajo. De cómo una empresa puede envejecer con dignidad, sin abandonar a quienes la han hecho posible. De cómo puede renacer sin perder su alma.

Porque sí, las empresas también tienen vida. Y a veces, incluso, segunda juventud.

Autora: Lucía Relanzón, Departamento Jurídico de Aemes

Suscríbete a nuestro...

Noticias Destacadas

Quienes Somos

AEMES, Patronal del Sector de la Mediación de Seguros, fue constituida en 1978 fundamentalmente para conseguir un Convenio Colectivo propio para el Sector. Leer más...

Miembros de: